miércoles, 23 de noviembre de 2011

siete mujeres

Chau. Fueron 17 años de amor incondicional y ya no había vuelta atrás. Él tomó sus cosas de la casa de Arribeños y partió. Se llevó lo básico, pensando que, con la excusa de tener que buscar el resto de las cosas otro día, tal vez podía picotear algo: una noche de sexo, una horas de sexo, un rapidito, una apoyadita, una tocada de goma con el codo, no sé, algo. Pero no, Marisa había sido muy clara: “Analizando con cuidado la ondulación de su prosa, se percibe que una dispersión de recursos mínimos en el tablero de la apuesta literaria, por acumulación, le confiere a su obra la originalidad necesaria para que resulte hoy en día, al menos para las nuevas generaciones de lectores, precursora no sólo de la literatura fantástica argentina sino de corrientes más zumbonas y delirantes”.

En otras palabras: “Estoy saliendo hace 3 meses con el chico de la fotocopiadora”.

Y bueno, las minas son así, engañan menos que los hombres, pero mejor. Son más cuidadosas, pero cuando se enganchan, no lo dudan ni un segundo y se van detrás de esa “cosa” que ayer haciéndose el langa dijo: “Si me llevás el apunte, nunca más compro un libro”, hoy haciendo ojitos: “Si Dios existe, vos sos su mejor obra” y mañana, con voz de viejo libidinoso: “Sacudime el canelón que te lleno de salsa blanca”. Esa “cosa” que al poco tiempo terminará siendo igual o peor que uno. Pero ellas eso no lo entienden. O lo entienden, y no les importa, porque escoba nueva siempre barre bien, y mano con uñas recién limadas siempre rasca mejor.

Así estaba mi situación amorosa hoy, mi deprimente situación amorosa. Pero el mundo no se banca a los deprimidos, por eso yo andaba de lo más positivo, y más aún, desde el domingo pasado, cuando leí un artículo que decía que en Argentina hay siete mujeres por cada hombre. Eso, sin contar la cantidad de gays que hay rompiendo la estadística, o sea, haciendo cuentas puntillosamente me dí cuenta que tenía 9,78 mujeres sólo para mi. La 0,78 se las regalo, no soy de discriminar, juro que no lo soy, pero la verdad es que no me veo por ejemplo, con una mujer que le falte un brazo, porque no me podría abrazar. Tampoco sin un ojo, porque vería sólo la mitad de las cosas que hago, y seguramente esa mitad, sería la que hago mal.

El punto es que tenía todas a favor como para salir a comerme el mundo. Trabajaba en Venegas Seguros, y mi puesto no era “wow qué puesto” pero me había permitido mudarme a un monoambiente a dos cuadras del Obelisco y dejarme un resto de sueldo para vivir bastante bien. Hasta helado en el freezer tenía. Y no cualquier helado, helado de Persicco. Acá hago un parate, puse lo de Persicco por si algún día a algún gerente de ahí se le ocurre googlear la compañía, encontrar mi cuento, leerlo y, en agradecimiento, mandarme al menos un kilo de helado. Nada más, sigo.

Tenía todas a favor como para salir a comerme el mundo. Lo que no tenía era amigos con hambre, o sea, sí tengo amigos, no soy tan sorete, lo que no tenía era amigos solteros que me banquen. Todos en pareja, con papeles o sin, pero conviviendo. Y bastante pollerudos, de esos que no te acompañan ni al kiosco de revistas a comprarte la Caras porque dicen que hay mujeres semidesnudas en su interior y que su mujer se pone celosa. Soretes. Lo único que les importaba era presentarme a las amigas de sus parejas. No, gracias. Ya las conocía. Y no estaba en un momento para salir con treintañeras que a kilómetros se les huele la desesperación por casarse, tener hijos, nietos y juntarse con sus amigas los martes en Tea Connection para hablar mal de sus nueras. Perdón pero no. Así que decidí hacer mi propia búsqueda. Toda mi vida de novio con la misma persona había logrado que me quede con la duda de un par de mujeres que nunca terminé de saber qué onda. Eran mis noviecitas de chico, de adolescente, esas que lo más cerca que estuve de darles un beso en la boca fueron los 6,36 cm que separan los labios de la mitad del cachete. Así que me senté frente a la computadora, me acomodé, le puse una rodaja de limón a mi Coca, tres hielos y empecé la búsqueda:

Jardín de infantes “Pica Picaflor”. 3 años. Mili Sarmiento. Fui al Facebook: Mili Sarmiento. Nada. Milagros Sarmiento. Agua. Milagritos. Milu, Miluchi. Milulú. Nada de nada. Que no tenga Facebook ya era raro. No estamos tan viejos. Así que encaré por el lado de sus hermanos. Llegué a Domingo, su hermano mayor. Sí, ya sé, no digan nada, qué pelotudo el viejo que le puso a su hijo Domingo si el apellido es Sarmiento. Pero fue así. Y por fin, después de pasar por varios grupos de Facebook sobre el famoso prócer en los que se destacaban “Sarmiento, mucho estudio pero poco laburo” y “Sarmiento. Me hablás de estudiar y te llamás Domingo, justo el día hecho para descansar”, dí con su hermano menor. Estaba irreconocible, nada que ver a cuando iba a la casa a jugar a los tres años, mucho más raro, más crecido. Ahí entré a ver sus 19 amigos (se ve que no era un tipo muy dado), y la encontré, sí, encontré a Mili Rocca, la muy pelotuda se puso el apellido de su marido, la estaba odiando, hasta celos le tenía, no la veía hace 30 años y ya estaba a las puteadas con ella. Encima tenía como 5 hijos y yo, la verdad, no estaba como para mantener a 5 hijos del señor Rocca, ni al señor Rocca que, al parecer por las fotos dándose un “piquito” de lo más cachudo en el atardecer de Chapadmalal, seguía siendo su marido. Una menos. Chau Sarmiento. Chau Rocca. Chau presidentes.


Plaza San Martín. 5 años. Bettina Zambrizzi. Habían sido meses y meses en el arenero donde nos encontrábamos religiosamente todas las tardes y armábamos castillitos. Bueno, lo de castillitos es una forma de decir, al armarlos con arena seca eran más bien parecido a armar pan rallado.
Betty estaba en el Facebook, se la veía linda, aunque tenía una gorrita y anteojos, así que es obvio que estaba fea, porque todos sabemos que una gorrita y un par de anteojos copados garpan siempre, pero son tan traicioneros como los corpiños con push up. Igual la agregué, bah, le pedí invitación y hace dos meses que estoy esperando que me acepte. Después me acordé cómo había terminado lo nuestro: su molde de pescadito destrozado y un llanto interminable de esos que me permitieron, por primera vez, tener arena mojada para lograr armar dos magníficas torres para el castillo. Pero se vé que a ella le importó más el molde del pescadito destrozado que las dos magníficas torres para el castillo.


Colegio Carlos Pellegrini. 7 años, casi 8. Elvira Dionisia Fernández Prado. Por culpa de Elvira Dionisia me banqué todas las jodas de mis amigos y no por su nombre, sino porque a esa edad yo era bastante enamoradizo y pegote. Todos jugaban al fútbol, yo a la payana. Todos se compraban sanguches de fiambrin, yo los “Dos corazones” de Felfort, esos que venían con poemas merzas. Todos tenían Atari y yo no, no tenía tiempo para jugar al Atari, sólo tenía tiempo para amarla y respetarla hasta que la muerte nos separe. No habían pasado más de 20 minutos que Elvira Dionisia me había agregado al Facebook como contacto. De repente me apareció que estaba on line en el chat y le escribí:
-Estás?
-Sí.
-Todo bien?
-Genial (:
-En qué andás tanto tiempo?
-Acá, en el laburo, tengo un microemprendimiento de regalos empresariales con dos amigas. Vos cómo andás? Hace poco lo ví a Nico tu hermano.
-Qué Nico? Yo tengo una hermana nomás.
-Nico, el que estaba dos años arriba nuestro, el alto flaco, que después creo que lo rajaron por afanarse un Jorgito del kiosco, o un borratintas, o la colecta de la misa, algo así.
-Pero ese era Nico Sánchez Ochoa, el hermano de Fede.
-Ah, me confundí, pensé que vos eras Fede, le pifié en las caras, sori, qué embole, bueno, chau.
-Pero…pará..pará
-Microsoft messenger. This person is not connected at this time. You want to send mail?
No sólo me dejó escribiendo solo en el msn, a los dos minutos me había borrado también del Facebook. La puta madre de Nico Sánchez Ochoa, Fede Sánchez Ochoa y toda su parentela. Otra menos.

Clases de Inglés en el Redbrick. 11 años. Clara Villamayor. Fue fácil encontrarla en Facebook, tan fácil como era escaparnos de la clase de inglés para ir a comer palitos de la selva al patio. A los 10 minutos estabámos meta charla, mail va, mail viene, hasta que me dice:
-Te acordás de Mr. Steve? El director de inglés?
-El viejo pelado malaonda? El que su hijo iba con nosotros a la clase?
-Sí, y que ahora también va conmigo a comer los domingos a la quinta. Porque me casé con Mr. Steve, y tengo dos hijos, más el que iba con nosotros a la clase, que ya me dice Mother.
Bye, bye baby.


Verano 89 en Necochea. Teresita Ocampo. 12 años. No hubo rastros de ella en el Facebook, cosa que me parecía raro porque su perfil daba con el tema de las redes sociales. Ya desde chica se la veía como abierta, para no decir vedetonga. Averigué, pregunté, investigué, hasta que llegué al punto. Parece que Teresita se cambió el nombre y se puso un nombre artístico. Brigitte. Y Brigitte trabaja con Sofovich. Y no en el teatro de revistas sino que es una de esas trolas que, en los sorteos del programa del domingo, levanta las cartas que caen al suelo mientras las cámara la enfoca desde abajo viéndole desde el culo hasta las caries, pasando por el intestino delgado, grueso, el hígado, los pulmones y la tráquea . Así que ni me interesé en contactarla, no estoy para pagar, prefiero el helado de Persicco.


Iglesia Nuestra Señora de la Misericordia. Misa de 10. Leticia Vidal. 13 años. Yo era monaguillo. Leticia también. A mi aburría terriblemente ir a misa y más sostener la patena, porque me tenían terminantemente prohibido moverme. Ni esbozar una sonrisa siquiera. Pero Leticia hacía que, cada domingo, valga la pena semejante aburrimiento. Así que la busqué, la encontré, charlé, y me dijo:
“Yo estoy saliendo con alguien pero llamá a Rita, te acordás? Una vez hablaron en la kermesse de la iglesia, había onda, dale, no seas tonto, llamála, que andaba media deprimida después de que no le funcionó el cinturón gástrico”. Cinturón gástrico? Sí, sí, justo, ahí la llamo.


16 de Septiembre. 9,30 am. Línea 152 con destino a Puerto Madero. “Ramallo?” Creí escuchar que alguien me nombraba. “Ramallo?”. Apago el walkman, me saco los auriculares. “Ramallo?” Me doy vuelta y no sé quién carajo me vuelve a nombrar. Busco entre la gente. De repente logró divisar una señora de unos 73 años, 68 si me pongo en generoso, que me sonríe mientras mueve la mano de derecha a izquierda como saludándome. No tengo ni puta idea quién es, tal vez alguna amiga de mi abuela, de esas que me apretujaban los cachetes de niño. “Rosita, soy Rosita”, dijo al ver mi cara que estaba más confundida que la hija de Riki Fort en el día de la madre.

Para que entiendan mejor: A los 14 años matemáticas no era precisamente una de mis virtudes, por eso los jueves a la tarde venía Rosita a darme clases particulares. Me tenía cagando la vieja, me llenaba de deberes y si no los hacía le contaba a mamá que me dejaba en penitencia sin mensualidad, tele, salidas y Shimmy de vainilla con corazón de dulce de leche de postre.
Y ahora que entienden mejor seguimos. Mejor dicho, Rosita y yo seguimos, porque seguimos de larga charla todo el viaje, me mostró las fotos de sus nietos, me recordó a su difunto esposo millonario, me contó que estaba viviendo en un geriátrico y que muy de tanto en tanto a sus hijos les agarraba remordimiento y pasaban a visitarla, pero que, en términos generales, estaba sola.
Y sí, me enterneció, si le hubieran visto los ojos brillosos cuando me lo contaba y como se le hacían dos oyuelos en sus cachetes. Era para abrazarla y llenarla de besos, caricias y rascaditas.

Por eso lunes y viernes la voy a visitar allá, los sábados tiene el día libre así que si está lindo vamos al Botánico o al Jardín Japonés (al Jardín Japonés ya casi no vamos porque eso de caminar por los puentecitos se le complica con el bastón), y si está feo “hacemos pelis”. Encontré un cine en la calle Corrientes de esos retros que pasan películas del año del jopo y encima, pagás la entrada y te quedás todo lo que querés, así que generalmente llegamos a las 8 de la mañana y nos vamos a eso de las 7 de la tarde. Lo mejor de todo es que te dejan llevar picnic, o sea, no es que te dejan, pero la mayoría de las veces somos los únicos que estamos así que nadie nos dice nada.

No pude conseguir ninguna de las mujeres que me gustaron de chico y no logré tocarles ni un pelo. Todo lo contrario, terminé con una que la odiaba de chico y jamás la hubiese tocado ni con un puntero del conurbano. Es que a medida que uno crece se va convirtiendo en eso que durante años dijo que jamás sería y se empieza a dar cuenta que la felicidad no pasa por dos tetas y un culo. A lo sumo, por dos tetas caídas, un culo arrugado y una billetera regordeta.

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