viernes, 13 de febrero de 2009

Ventajas y desventajas de salir con un mimo

Guillermo Mimo. Así lo presentaba su tarjeta personal, que de por sí bastante pelotuda era, blanca con letras negras y en la O de Mimo descubrías una carita sonriente muy berreta.

Disculpen si alguno es mimo, pero siempre me cayeron mal los mimos. No sé, serán las caras exageradas que hacen o es que me dan un poco de asquito al ver cómo les queda el acné y los poros de la piel con esa crema blanca que se ponen.
Pero Paula no pensaba lo mismo que yo.
Ella amaba los mimos, tenía una obsesión con ellos, una especie de fetiche.
Plaza Francia eran una visita obligada todos los domingos, y no para ver a los malabaristas, tangueros, tarotistas o a su Tía Clotilde, que habia sido enterrada meses atrás en el cementerio aledaño luego de haberse suicidado, deprimida al descubrir que José Luis Alfredo era hermano de María Angélica en la telenovela de las tres de la tarde y que eso les impediría casarse y tener hijos ya que lamentablemente, al llevar dentro de sus venas la misma sangre, habría altas probabilidades de que el niño venga fallado, como Homero Simpson, Pipo Cipolatti, o Néstor Kirchner.
No, no era absolutamente nada de eso, si Paula iba a Recoleta era exclusivamente para ver a los mimos. Ella llegaba, sacaba la lona, los sanguchitos de fiambrín, el paté, alguna bebida cola, me decía que vaya a dar una vuelta y se sentaba a disfrutarlos durante horas.
Más tarde, cuando el sol se iba, ella se iba con él, pero antes dejaba en el gorro mugriento sus buenos billetes (una vez la vi dejar un billete de dos pesos y, adentro escondido, uno de cincuenta).

Meses después terminé con ella, no por eso justamente, sino por aquello que suelen llamar “conexión entre las partes”. Yo estaba en 110v y ella en 220v y no había transformador que pueda arreglarlo.
Al tiempo de aquella ruptura (dos horas cuarenta más tarde para ser más exactos) me vengo a enterar por terceros (el del tercero B) que ella ya estaba saliendo con alguien.
Uno siempre quiere compararse con la nueva pareja de su ex así que pregunté, y averigué. No tenía ni mi metro 82, ni mis ojos color miel. Tampoco mi trabajo de gerente en la fábrica de plásticos, ni mi romanticismo. Ni que hablar de mi lunar en la espalda, mi verruga en el talón, mi banderín del glorioso San Lorenzo de Almagro y mi colección de cajas de fósforos.
No tenía nada de eso, pero tenía algo que Paula amaba. Era mimo. La hija de mil recontra señora del trabajo más antiguo del mundo se había enganchado con Guille, el mimo de Plaza Francia.
Y me enojé, y me tomé un Nervocalm, y me calmé, y a las 6 horas de irse el efecto me volví a enojar, y me tomé otro Nervocalm, y me volví a calmar, y pensé. Pensé mucho.
-Qué tenía él que no tuviera yo?
-Cuáles eran las ventajas y desventajas de salir con un mimo?
Y seguí pensando.
Me puse en su lugar y seguí pensando.
Y lo anoté así no me lo olvidaba:


-No mojan la tapa del inodoro, porque los mimos no mean, solo hacen que mean.
-No se tiran pedos ni eructos. Y si se los tiran, al menos son silenciosos.
-Ven fútbol, y sí, algún defecto tendrían que tener, pero al menos si ven fútbol no gritan ni putean.
-No se pasan todo el día rascándose los huevos, hacen que se los rascan.
-No se rien de todas las pendejadas que dicen su amigos, no porque no quieran sino porque el código 25346 de los mimos no se los permite.
-Piden cosas, como todos, pero como no se los escucha, las terminan buscando ellos.
-No se visten mal, porque el blanco y el negro combina siempre.
-Y lo mejor de todo es que las mujeres no nos complicamos ni paranoiqueamos, porque no podemos decirles “Ya no sos el mismo de antes”, porque siempre es el mismo de antes, exactamente el mismo.


Y entendí.
Por un momento dejé de ponerme en su lugar (la silla donde ella siempre trabajaba) y me puse en el mío (el puff donde siempre me tiro a ver tele) para seguir pensando. Y me dije: “Ojo, no está tan mal ser mimo, salís de parranda con tus amigos, volvés con lápiz labial en la ropa y al llegar a tu casa te excusás diciendo que fue practicando con el payaso la rutina del próximo show”.
Pero no, jamás podría ser mimo. Como dije antes, los odio.
Bah, odiarlos así como odiarlos no, porque me terminé enamorando de Mirta, una mujer mimo.
Con ella logré entenderme.
No habla.
No protesta.
No rompe las pelotas.
Sabe quién se casó, quién se separó, quién se volvió trola y quién se roba las uvas en el supermercado. Y no por eso llama a medio planeta para chusmeárselo.
No me incinera frente a todos mis amigos hablando de mi predilección por los temas de Abba, y de mi manera de bailarlos.
Y lo mejor de todo es que, cuando nos vamos de vacaciones, le entra todo en una simple mochila, porque siempre usa lo mismo y encima, al usar siempre lo mismo, no gasta fortunas en shopping.
Y sí, todo ese puchero de ventajas hizo que me enamore de ella apasionadamente.
Y me desenamore.
Sí. Me desenamoré. Porque al final resultó ser como el resto de las mujeres.
A los dos meses de salir juntos, cada vez que yo quería hacer el amor, a ella le dolía la cabeza.
Y, como al resto de las mujeres, no le dolía la cabeza, hacía que le dolía.